A lo largo de la historia nunca ha habido ningún auténtico movimiento migratorio de España a Rusia.
Los españoles en este país siempre han sido puntuales y han llegado atraídos por una mejora sustancial en sus condiciones profesionales y económicas, o quizás, un poco por el espíritu de la aventura.
Gente excepcional como el músico Vicente Martín i Soler, el general José de Ribas, el ingeniero Agustín de Betancourt,en los siglos XVIII y XIX, o más recientemente, del famoso coreógrafo Nacho Duato. Personas que tenían unas cualidades muy atractivas para explotar en el desarrollo de la cultura rusa. Todos ellos recibieron ofertas que no pudieron rechazar. El impulso romántico de la aventura hizo el resto.
El concepto mismo de emigración refieren a un grupo de personas que se trasladan a otro país por un tiempo normalmente ilimitado debido a sus dificultades para procurarse el sustento en su lugar de origen. También ocurre cuando su vida se encuentra amenazada por la acción de un poder político determinado.
Quizá el único colectivo español que podría considerarse como emigración serían los cerca de tres mil niños que el Gobierno republicano español envió a Rusia en 1936 para evitarles los rigores de la Guerra Civil en España. Fueron enviados conscientemente y por razones políticas, aunque, en principio, solo por un tiempo limitado.
Sin embargo, eran niños y no tenían culturalmente ningún peso específico. No eran todavía poseedores de las vivencias, las tradiciones, el bagaje existencial que define a una comunidad determinada. Eran tan solo esbozos incipientes, con el idioma y los recuerdos de las casas de sus padres.
En realidad no eran emigrantes, sino niños trasladados, que se convirtieron en adultos en Rusia, su país de adopción. Se quedaron y se disolvieron orgánicamente en una sociedad, la rusa, que los hizo unos miembros más de ella.España quedó en sus sueños,idealizada, como una seña de identidad que les daba un toque de distinción dentro de su realidad rusa.
El inmigrante siempre se encuentra en un entorno extraño, por muy hospitalario que este sea, por muy buenas que se perfilen sus condiciones de vida o los beneficios de su actividad. En realidad, las dificultades físicas (el clima o las barreras administrativas) se superan rápidamente y sin demasiados problemas. Se trata simplemente de asumir las reglas del juego.
El quid de la cuestión está en las relaciones humanas, en las distancias cortas. El hombre es un animal social y de costumbres. El emigrante en Rusia, en Alemania, en Tokio o en Quito viene ya cargado con una maleta intangible repleta de multitud de costumbres y hábitos que no suelen coincidir con los imperantes en el país que lo acoge. La curiosidad por el nuevo mundo recién descubierto mitiga una diferencia en la mentalidad y la educación que, con el tiempo, se van haciendo más y más evidentes, estridentes e irritantes.
La sociedad en la que nos hemos educado tiene sus códigos y, de alguna forma, necesitamos verlos refrendados en nuestro comportamiento para sentirnos seguros. En tierra extraña esto no ocurre y el constante sentimiento de no pertenencia al grupo crea una sensación sorda de insatisfacción y soledad. Por eso el inmigrante tiende a reunirse con sus compatriotas, a formar guetos.
Rusia es un país interesante, apasionante, que tiene muchísimos atractivos y un gran futuro económico. Estas ideas son ciertas y son las que están atrayendo a una serie de personas a buscarse la vida por aquí. Sin embargo, esta afluencia aumentada de individuos soñadores o desesperados ante la brutal crisis en España está muy lejos de poder considerarse una ola migratoria. Y nunca lo será, porque los filtros que lo impiden son muy potentes: el idioma, las cuotas laborales para contratar extranjeros, los intrincados trámites burocráticos, el clima... Y en última instancia, esa dimensión de vacío emocional ante un país que emite en una frecuencia que no es la suya.
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